miércoles, 15 de octubre de 2014

Ayer lo vi a Daniel en un bar de Ramos.
Estaba sentado a la mesa de un bar con alguien más. Pegado a la vidriera. Me vio, me sonrió, me saludó con un gesto de cabeza.
¿Cuánto hacía que no lo veía, cinco años?. Estaba igual: el mismo pelo negro y largo, apoyándose apenas sobre los hombros, despeinado, las mismas pocas canas. Idéntica dupla de mirada y sonrisa seductoras, entradoras: sus armas. Igual de delgado.
Lo mejor que tuvimos es no saber qué fue. Ni siquiera sabía si Daniel era su verdadero nombre. Sólo sabía que vivía en Ramos, era casado, tenía hijos y trabajaba en Capital. Pero no eran certezas.
Me acordé de los mensajes en papeles que me dejaba escondidos. Cada viernes por la noche, el aviso por mensaje, indicándome el sitio en el que dejaría escondido el papel. Podía ser la puertita del medidor de gas del instituto, el escalón de algún porche de una casa vecina, pegado a algún cartel de propaganda cercano. Una vez, en el limpiaparabrisas de mi auto. Antes de entrar al instituto, buscaba las coordenadas que me dejaba la noche anterior y allí encontraba un trozo de papel doblado -a veces pegado con cinta – con mensajes como “Que tengas un lindo día” o “Hoy me acordé de tu sonrisa” o “Te dejo muchos besos”. Misivas que quizás lindaran con lo cursi, que estaban lejos de una declaración amorosa pero que marcaban nuestro vínculo, como un borde: es esto, sólo esto.
No era amor, no era amistad, no era compañerismo ni sólo sexo.
Era llamarnos y vernos, nunca mediaban más de tres días. Daniel siempre podía, nunca tuvo una excusa, ni la habría necesitado. No nos exigíamos nada y lo que surgía siempre era resultado de interés genuino.
Y además de sexo, había algo más. Nos preguntábamos uno al otro sobre nuestras cotidianeidades, nos contábamos los días, nos pedíamos opinión. Todo dentro de límites cuidados y respetados. Ninguno de los dos podía ni quería avanzar más allá de lo que el otro quisiera compartir y  sin embargo, algo había de lo mutuo, la complicidad, de la intimidad de un par de amantes.
¿Por qué dejamos de encontrarnos?, no me acuerdo.
Ayer, después de cruzármelo en ese bar, pensé en volver a llamarlo. Fue la relación más desinteresada y genuina que tuve con un hombre. No había más que ganas de estar un rato con el otro. Si pudiera lograrse que todas las relaciones fueran así.
Pero no me animé siquiera a buscar su teléfono por temor a que no podamos sostener ese modo de estar juntos sin estarlo.