martes, 11 de noviembre de 2014

El sábado estuve con Loli. Siempre es lo mismo. Le tiro onda. Ninguna mujer le gusta. Sin embargo, cuando lo jodo, se pone colorado.
Loli es hermoso. Tiene ojos negros, grandes; una mata de pelo corto y duro, negro también. Y una sonrisa amplia y generosa y de dientes parejitos y blanquísimos.
Hace poco descubrí que su nombre es Laureano; tuvo que mostrar el documento en la biblioteca de la facultad y yo espié. Intuyo que con el tiempo derivó en Lolo y luego en Loli.
Somos amigos desde hace unos meses, y seguimos después que yo dejé Filosofía. A veces él se ha quedado a dormir en casa. Consentimos y sostenemos la complicidad que logramos. Me parece un hombre hermoso y se lo digo. Él también me ha dicho alguna vez algo similar: “Estuve mirándote hoy y pensaba qué linda que sos”.
Hay algo acordado e implícito entre nosotros, es algo platónico. Es gustarse y saber, sin necesidad de decirlo, que no pasará de eso, ver la belleza en el otro.
Loli no para de hacer caras, todo el tiempo. Es fuerte, simple. Es sonoro cuando habla, cuando ríe y cuando se queda en silencio. Y es alegre. No entiendo cómo nos llevamos tan bien, será el contraste.
Más de una vez surgió en el grupo de estudio, cuando él no estaba, algún comentario como “Si total, con Loli es como si fuéramos todas mujeres”
Loli es hombre, se siente hombre y no se lo cuestiona. No es menos hombre por gustar de otros de su mismo sexo. La gente se confunde entre homosexuales, travestis, transexuales. Hombría y virilidad, género y preferencias.
Loli es hermoso como hombre, aunque le gusten otros; aunque pueda decirme que soy linda y seamos amigos y hasta ahí.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ayer lo vi a Daniel en un bar de Ramos.
Estaba sentado a la mesa de un bar con alguien más. Pegado a la vidriera. Me vio, me sonrió, me saludó con un gesto de cabeza.
¿Cuánto hacía que no lo veía, cinco años?. Estaba igual: el mismo pelo negro y largo, apoyándose apenas sobre los hombros, despeinado, las mismas pocas canas. Idéntica dupla de mirada y sonrisa seductoras, entradoras: sus armas. Igual de delgado.
Lo mejor que tuvimos es no saber qué fue. Ni siquiera sabía si Daniel era su verdadero nombre. Sólo sabía que vivía en Ramos, era casado, tenía hijos y trabajaba en Capital. Pero no eran certezas.
Me acordé de los mensajes en papeles que me dejaba escondidos. Cada viernes por la noche, el aviso por mensaje, indicándome el sitio en el que dejaría escondido el papel. Podía ser la puertita del medidor de gas del instituto, el escalón de algún porche de una casa vecina, pegado a algún cartel de propaganda cercano. Una vez, en el limpiaparabrisas de mi auto. Antes de entrar al instituto, buscaba las coordenadas que me dejaba la noche anterior y allí encontraba un trozo de papel doblado -a veces pegado con cinta – con mensajes como “Que tengas un lindo día” o “Hoy me acordé de tu sonrisa” o “Te dejo muchos besos”. Misivas que quizás lindaran con lo cursi, que estaban lejos de una declaración amorosa pero que marcaban nuestro vínculo, como un borde: es esto, sólo esto.
No era amor, no era amistad, no era compañerismo ni sólo sexo.
Era llamarnos y vernos, nunca mediaban más de tres días. Daniel siempre podía, nunca tuvo una excusa, ni la habría necesitado. No nos exigíamos nada y lo que surgía siempre era resultado de interés genuino.
Y además de sexo, había algo más. Nos preguntábamos uno al otro sobre nuestras cotidianeidades, nos contábamos los días, nos pedíamos opinión. Todo dentro de límites cuidados y respetados. Ninguno de los dos podía ni quería avanzar más allá de lo que el otro quisiera compartir y  sin embargo, algo había de lo mutuo, la complicidad, de la intimidad de un par de amantes.
¿Por qué dejamos de encontrarnos?, no me acuerdo.
Ayer, después de cruzármelo en ese bar, pensé en volver a llamarlo. Fue la relación más desinteresada y genuina que tuve con un hombre. No había más que ganas de estar un rato con el otro. Si pudiera lograrse que todas las relaciones fueran así.
Pero no me animé siquiera a buscar su teléfono por temor a que no podamos sostener ese modo de estar juntos sin estarlo.

viernes, 1 de agosto de 2014

Hoy se fue una compañera de la farmacia porque se jubila. Mis compañeros le hicieron una despedida: juntaron plata, le compraron un regalo, incluso uno le hizo un video de fotos musicalizado. Mi compañera lloró, emocionada. Dijo algunas palabras agradeciéndonos a todos.
Si yo me fuera de la farmacia, no me harían nada de eso. Estoy segura.

martes, 15 de julio de 2014

Hay días en los que me la paso en silencio. Algunos fines de semana, por ejemplo. Este fin de semana largo no hice nada, tampoco hablé. No tuve contacto con ningún ser humano. Fui al super, pagué sin pronunciar una palabra a la cajera, única persona que tuve enfrente.
Cuatro días de mutismo.
Mientras duró el silencio, planté flores, tuve frío, esperé.
Alguien podría pensar que fueron años, o que apenas fueron horas.
El silencio no se mide en tiempo sino en lo que se lleva y lo que deja.
Hay silencios propios y hay ajenos. No sé cuál pesa más. Aunque uno pretenda llenar el silencio del otro con las propias palabras, con las palabras que le diría a aquel que calla, aunque pretenda llenarlo, no puede.
No hablé pero estoy escribiéndolo ahora, acá. El silencio propio nunca es mudo del todo, está lleno de lo que callamos y siempre es palabra.
En el silencio del otro no caben nuestras palabras. Ese silencio no puede llenarse con nada; el otro se lleva sus palabras, que nunca son las nuestras. Son otras y no podemos predecirlas ni decirlas.
Nuestro silencio es imposible. El silencio del otro es inexorable.